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Las últimas palabras del Evangelio de Lucas son decisivas para cada cristiano de nuestro tiempo, como lo fueron para los apóstoles reunidos con los dos discípulos que regresaban de la ciudad de Emaús. De este gran misterio pascual, les corresponde a ustedes ser testigos (Lc 24, 48).
Jesús abrió los ojos y la mente de los discípulos para que comprendieran las Escrituras. Él hace lo mismo con nosotros. Se dirige a nosotros personalmente con el deseo de hacernos saborear su plan de amor para el mundo. ¿Reconocemos verdaderamente a Jesús resucitado, presente en nuestra vida? ¿Cuál será nuestra respuesta a esta misión, heredada de los primeros apóstoles?
El Cristo resucitado y vivo nos invita, en efecto, a leer y meditar las Escrituras para descubrir, cada vez más, en el corazón de nuestra vida, la presencia amorosa de Dios, así como el sentido profundo de nuestra vida humana y cristiana.
La Palabra de Dios, verdadero alimento para nuestra vida cotidiana nos permite descubrir a Jesús. Se dirige no solo a nuestra inteligencia, sino también a lo más íntimo de nuestro ser y de nuestro corazón. Viene a fortalecer nuestra fe y a revitalizar el camino de nuestros compromisos y nuestras acciones concretas en el mundo, tanto en nuestra vida personal, la vida de nuestras parejas, la vida de nuestras familias, la vida de nuestro compromiso religioso, la vida de nuestras parroquias y la vida en sociedad. Es importante que todas las facetas de nuestra vida cotidiana se arraiguen en la fecundidad divina.
Silencio, meditación, oración
Por eso, me gusta volver tan a menudo como puedo a la sabiduría de los monjes y monjas que nos ha sido transmitida desde los primeros tiempos de la Iglesia para reponer fuerzas. Esta sabiduría nos hace tomar conciencia de que, para ser descubierta, comprendida y vivida, la Palabra de Dios debe saborearse en silencio, profundizarse en la meditación, rumiarse en la oración, impregnarse del aliento del Espíritu, profundizarse gracias a los estudios bíblicos, celebrada en la liturgia de la Iglesia, vivida en la vida cotidiana fraterna y humana, proclamada a los cuatro vientos en la misión hasta las periferias de nuestra humanidad y, así, poco a poco, convertirse en nuestra lengua materna común a todos y todas, independientemente de nuestra idioma, raza, cultura o pueblo de origen.
San Juan nos anima a guardar y vivir la Palabra de Dios y los mandamientos del amor, porque, según él, así el amor de Dios alcanza verdaderamente la perfección (1 Jn 2, 5).
Por su parte, en los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos transmite la exhortación de san Pedro, que nos invita a la conversión volviéndonos hacia Dios incansablemente con valentía y perseverancia: Arrepiéntanse, pues, y vuelvan a Dios, para que sean borrados sus pecados (Ac 3, 19).
Con este espíritu, pongamos al Cristo resucitado en el centro de nuestra vida; que sea el eje central de nuestros actos, de nuestros compromisos y de nuestras palabras. Arraiguemos toda nuestra existencia en la Palabra de Dios, que es sabiduría de vida, porque ilumina tanto nuestras alegrías como nuestras penas, nuestros proyectos como nuestras realizaciones, nuestros fracasos, nuestras dificultades o nuestros extravíos como nuestros éxitos.
La santidad cristiana a la que todos estamos llamados desde el día de nuestro bautismo no se mide por el carácter extraordinario de las obras realizadas, sino por el carácter extraordinario de la caridad presente en las pequeñas cosas que vivimos cada día.
La santidad cristiana no está reservada a un grupo de elegidos dentro de la Iglesia, ni a personas sabias, ni a personas muy cultas y tituladas.
La santidad cristiana es un don del Espíritu Santo, que sigue vivo dondequiera que Él quiere. Arraigado en la Fuente, el Espíritu Santo precede nuestras decisiones, nuestras acciones, nuestros pasos. El aliento del amor de Dios y su inmensa ternura santifican la sencillez de nuestros humildes gestos cotidianos.
Me atrevo a esperar que al final de cada día, con el salmista, todos podamos orar: En paz me acuesto y duermo, porque solo tú, Señor, me haces vivir confiado (Ps 4, 9).
ACERCA DE CHRISTIAN RODEMBOURG
Obispo de la Diócesis de Saint-Hyacinthe y miembro del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Canadiense, Monseñor Christian es un hombre de acción que prefiere conocer al otro en lo concreto de la vida cotidiana, para vivir la misión pastoral en equipo, mujeres y hombres, laicos y sacerdotes, y crecer juntos en humanidad y espiritualidad.
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